jueves, 14 de julio de 2011

En este espacio incluiré textos de amigas y amigos que comparten conmigo el mismo amor, pasión y deslumbramiento por el fascinante mundo de las palabras.
A todos ellos, mi profundo agradecimiento por la valiosa colaboración que, sin duda, habrá de jerarquizar este blog.

Patricia Gregorchuk
La Paca, Rosita y la nieta

Paca la había mandado. Y eso que sabía que odiaba ir a comprar el pan.
¿Querés que te haga un mapa?, gritaba desde la cama mientras agitaba la campana llamando a Rosita.
Incrustada entre los rancios almohadones, fruncía el entrecejo desaprobando todo lo que sucedía a su alrededor. La colemia había teñido su mirada de un amarillo enérgico, casi extraterrestre. La mucama entró tiritando a la habitación, con el té en una bandeja de madera. La cucharita de alpaca marcaba el ritmo de sus temblores. Doña Paca, le traje algo calientito. Una mirada de la anciana bastó para que Rosita dejara la taza en la mesa de noche y se escabullera zigzagueando entre los egocéntricos gatos, las pelusas, los aromas a alcohol y ungüentos, buscando desesperadamente una bocanada de vida. En esa habitación, todo olía a muerte, a desencanto, a olvido.
¡La mocosa esa! ¿Fue a buscar el pan? ¡Qué lo traiga blanquito, blan-qui-to! ¡La estúpida no entiende y trae lo que quiere! ¡Rosa! ¿Ya desapareciste? ¡Negra vaga!


Dos de los gatos más viejos saltaron repentinamente sobre la cama y se acomodaron entre las piernas de la anciana. Eso sosegó momentáneamente su cólera. Eran los únicos seres que, a su entender, merecían algo de afecto. El resto, nada… Todos unos ingratos que nunca valoraron las cosas, materiales y espirituales, que ella les había brindado a lo largo de su vida. Y así terminaba, enferma, mendigando que la atiendan, gritando, suplicando, para que vengan con esas caras molestas y estreñidas, cuando deberían estar felices de poder devolverle algo de todo lo que les dio. Y la mocosa, única nieta que su hija casquivana dejó como al descuido en esa casa. Idiota, sin gracia, vaya a saber qué pobre infeliz había sido el padre, aunque la libertina madre tampoco tenía muchas luces. La mandaba a comprar pan blanco, y traía unos bollos bronceados, duros, que seguramente eran del día anterior. Dejó de mandarla a la farmacia, porque ya el riesgo de que la envenenara, trayendo cualquier medicamento menos el correspondiente, era muy alto. Tenía que pagarle a Felipe, el borracho de al lado, que tenía más  viveza que ella para los trámites. ¡Rositaaaa! ¡Fijate si esa inútil fue a buscar el pan! ¡Va a llegar para la siesta! La anciana volvió a agitar la campanita con energía.
Rosita estaba en el cuarto que compartía con la nieta. Encogía los hombros ante cada golpe que la Paca daba contra el respaldo de la cama, al ver que no le respondían.
Con la puerta del ropero abierta, apiló sobre la cama los dos vestidos y el único pantalón que tenía, todas prendas remendadas y con excesivo uso. Examinó el mueble de al lado, donde la nieta guardaba su ropa. Abrió un cajón, y en un movimiento rápido, sacó de él dos conjuntos de ropa interior de algodón y los puso sobre la cama también. Fue hasta la cocina, la Paca la oyó. ¡Rositaaa! ¿Qué hacés en la cocina? ¿No tenés que planchar ahora? ¡Dejá de picar el queso que después me venís con el cuento que me lo comí todo yo! ¡Te pensás que soy tonta! ¡Rosita, andá a planchar!
Rosita abrió sin miramientos la heladera, tomó el pedazo de queso gruyere que quedaba, y envolviéndolo en un papel de diario, lo llevó al dormitorio, colocándolo sobre la pila de ropa. Tomó del perchero la mochila que la nieta usaba para ir a la escuela, la vació, y sentándose sobre la cama, quedó unos minutos inmóvil, mirando su interior.
Pero si lo único que tiene que hacer es comprar medio kilo de pan blanco. Y la otra tarada que no contesta. No es sorda, se hace. Le hicieron falta un par de buenas patadas a ésa. Ya la voy a tener cerca. ¡Rositaaa! ¿Estás planchando?
La nieta se paró frente al mostrador. ¿Era pan lo que quería hoy? ¿O le había pedido biscochos? Compró pan, sí, seguro era pan. Medio kilo de pan crocante, sí, sí, ése más bronceado. Pagó, salió a la vereda, y se quedó unos minutos al sol mirando el billete y las monedas del vuelto. A la luz del mediodía, emitían reflejos salvadores, casi de redención. Giró sobre sus talones y con la bolsa del pan colgando del brazo, caminó con paso ligero hacia el Norte. Las quince cuadras hasta la terminal de ómnibus transcurrieron bajo sus alpargatas con una ligereza inusitada. Al momento, los brazos sobre el mostrador y la pregunta temblorosa. Con este dinero, ¿qué pasaje puedo comprar? El empleado la miró sorprendido, pero como le habían sucedido cosas más asombrosas últimamente, no perdió tiempo en pensar. Hasta Capital llegás. La nieta no lo dudó, con la bolsa del pan colgada del brazo, se acercó al andén número 48.
¡Rositaaaa! ¿Esa mocosa no llegó? ¡Asomate a la vereda, si está paveando, entrala a las patadas, o de los pelos, como te quede mejor! ¡Y no toques el queso! ¿Me oíste?
Rosita cerró la mochila apretando el queso para que entre todo. Tendió las dos camas, cerró la puerta del ropero. Dejó el postigo de la ventana entreabierto para que los gatos puedan salir. Se arrepintió. Asomando medio cuerpo afuera, chistó para que los felinos que tomaban sol se acercaran. Los hizo entrar y luego trabó con fuerza la ventana. Estaban todos adentro. En puntas de pie, cruzó el pasillo que la separaba de la puerta de entrada. Al pasar frente a la habitación de la Paca, se frenó. Podía oír su respiración desacompasada, ronca. Se estaba durmiendo. Asomó las narices lentamente, los gatos que descansaban sobre la cama levantaron las orejas y la miraron con esos ojos déspotas con que solían observarla. La Paca parecía hablar en sueños. Levantó un brazo, y Rosita salió corriendo hacia la calle, quizás temerosa de que un grito más sepultara para siempre el valor que tanto le había costado conseguir. Empujó la puerta y no volvió a mirar atrás, nada le importaba más que alejarse de ese lugar.
¡Rositaaaa! ¡Rositaaaa! ¿No llegó la mocosa? ¡Rositaaa! ¡Abriles a los gatos que lloran! ¡Desgraciada, movete, hacé algo! ¿No volvió la otra de la panadería? ¿Pero son estúpidas las dos?
La nieta ya estaba a la altura de Campana. Metía la mano lentamente en la bolsa e iba comiendo de a pedacitos los últimos bollos de pan bronceado. Miraba por la ventanilla, y lejos de dejar caer las migas, por si algún día decidía volver, con cada bocado engullía enérgicamente las ofensas, los abusos, los escarnios. Tragaba una a una las horas de soledad, de abandono. Pronto la bolsa quedó vacía, y acomodándose en el asiento, entornó los ojos.
Dejó de agitar la campana cuando las fuerzas la abandonaron, los gatos orinaron el acolchado, rasgaron con sus uñas los almohadones de plumas. Maullaron eternamente, aturdiendo a la Paca. Primero los consoló, después les arrojó todo objeto que alcanzaba desde la cama. Y no sé cuántos días pasaron, o cuántas semanas, hasta que el borracho Felipe se metió por el patio y forzó la puerta de atrás. No vale la pena contar con la imagen que se encontró. Todavía hoy los vecinos siguen agregando detalles a la trágica historia de la Paca, Rosita y la nieta.
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Patricia Gregorchuk  nació en Buenos Aires el 10 de septiembre de 1967. Desde 1992 reside en Rafaela.
Integra Escalera de Papel, libro conjunto de autores rafaelinos varios, donde se publicaron sus cuentos Mariposas,  El nudo  y  Elenz... Olinda.
Publicó en 1999 la novela Setiembre Azahares, en el marco de la colección literaria local  Escalera de Papel.
Desde el año 2004 publica notas periodísticas la revista mensual de CILSA Santa Fe.
Ha publicado cuentos  en la revista literaria  Sensación de Cultura y en el suplemento Cultural del Diario La Opinión, de Rafaela.
Su poema Trinos para Betina,  fue premiado en el concurso de la Asociación Médica del Departamento Castellanos en el año 2000.
Obtuvo Mención en el certamen Literario Municipal por el cuento Cipriano.
Participó como jurado en certámenes a nivel local y provincial.
Integrante de ERA, formó parte de talleres literarios a cargo de dicha entidad y también de la poeta Elda Massoni.
Con la novela  El ayudante del juez obtuvo en 2010 el premio del Fondo Editorial de la Municipalidad de Rafaela. Sobre la misma el Jurado ha opinado: Una suma de testimonios ensambla en esta novela un rompecabezas cuyos protagonistas, habitantes de General Dapoce, se encastran en un tejido de sucesos en el que lo personal se ve evidenciado en los pequeños-grandes infiernos pueblerinos. Anillos de complicidades y murmuraciones envuelven a los personajes. (...) Las traiciones y el abandono se cruzan, recíprocos, entre seres políticamente correctos, que no se juegan por nadie.



En este espacio incluiré textos de amigas y amigos que comparten conmigo el mismo amor, pasión y deslumbramiento por el fascinante mundo de las palabras.
A todos ellos, mi profundo agradecimiento por la valiosa colaboración que, sin duda, habrá de jerarquizar este blog.
  
Alejandra Arqués Arranz

Espejos

"Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos".
 Jorge Luis Borges (1899-1986) Escritor argentino.

Aquellas manos estaban ceñidas a la caña, sobre la superficie del río, bailoteaba un corcho. Eran las mismas manos que quebraron el espejo de agua, con la intención de liberar  demonios. Seres atrapados tras ese espejo ribereño.

Sobre la superficie del río se empezó a perfilar una figura, que por momentos tenía rasgos humanos. Pero la imagen era difusa y estaba invertida. El ondular del agua la distorsionaba.

Por alguna razón vino a mi mente el lado oscuro de la luna. Tal vez por lo siniestro de la imagen. Que se  corporizó y empezó a caminar patas para arriba debajo del agua. Tenía un aspecto viscoso  y  ojos de serpiente.

Era clara su lucha por escapar del espejo que lo mantenía encerrado.

Fue entonces cuando comprendí el por qué de mi aversión a los espejos, por qué en  casa no había ninguno.

Me preguntaba, por qué en ese día tan especial, en el que pensaba nadar más que nunca, debía encontrarme con este ser.  No me dejaría engatusar por esas pesadillas que más de una vez me sorprenden despierto, nada estropearía este día.

Me saqué la ropa, me zambullí y olvidé a la criatura. Mi cuerpo se sumergió hasta lo profundo, era demasiado tarde para echarme atrás.


Algo me retenía allí abajo, la superficie cada vez se veía más lejana.  Me encontraba en el centro de un aro luminoso, en el cielo marino y por alguna razón inexplicable no me ahogué.

No sé cuánto tiempo pasó. Esa energía especial era un imán, y parecía no tener fin. Esa luz enceguecedora me llenaba de  paz.

Me sentía atrapado entre dos dimensiones. Y una voz interior me advertía, que debía  hallar el modo de volver al punto de partida. 

Pero, ¿cómo?

Ni siquiera sabía dónde estaba. La fascinación era muy fuerte, pero el instinto me advertía peligro. Era imperioso huir, antes de que fuera demasiado tarde.

La luz se apagó, la energía que me tragaba desapareció, todo se volvió quietud y negrura. Era como si el alma se me hubiera volado.

Confusión y letargo.

Desperté temblando, estaba empapado, no lograba recordar cómo llegué a la orilla.
Sólo deseaba regresar a casa.
Flashes de la experiencia vivida, me resultan inquietantes e inexplicables.

Nunca imaginé que me tranquilizaría el asfalto, la gente, el bullicio de la ciudad. Tanto que logré sonreír, sintiéndome a salvo. Pensé que había sido victima de una jugarreta de mi mente.

Me encandilaban las luces de los autos, las vidrieras con sus marquesinas.

Era raro, nadie parecía notar mi presencia…

Me detuve en un negocio para ver mi aspecto y entonces descubrí que algo andaba muy mal. Los carteles comerciales, las ofertas, las numeraciones y hasta las placas de identificación de los vendedores estaban invertidos,  como si las viera en un espejo.

La cabeza me da vueltas, me apoyo en la vidriera para no caer. No puedo evitar el grito, al ver  mi mano y mi imagen, reflejadas al revés. 

Estoy atrapado en el espejo, tras esa puerta transparente, sin picaportes, pasadores, bisagras o cerraduras.

Debo  tranquilizarme. Miro hacia arriba, veo aquellas manos ceñidas a la caña, sobre la superficie del río, bailotea un corcho.

Y comprendo todo, sólo él tiene las llaves  del espejo.
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Mi foto

Alejandra Arqués Arranz  reside en Buenos Aires.
Profesional independiente en el sector Marketing y publicidad
Ha publicado en 2008 el libro Retazos del alma,  cuentos y poesías, con el sello de la  Editorial Dunken.