lunes, 4 de abril de 2011

En este espacio incluiré textos de amigas y amigos que comparten conmigo el mismo amor, pasión y deslumbramiento por el fascinante mundo de las palabras.
A todos ellos, mi profundo agradecimiento por la valiosa colaboración que, sin duda, habrá de jerarquizar este blog.

Edgardo Peretti

Después de la típica, antes de los iracundos
(Historia-Cuento)


En memoria y homenaje de los que entregaron sueños en nombre del amor.
Y a la Típica “Fénix” que se hizo historia transitando escenarios.

 El encantamiento

            Tito la vio por primera vez en un baile del “9”.
Había ido con sus amigos como el agregado a la barra, como el más nuevo, el más salame del grupo y por eso le tocó ir a las diez de la noche para reservar la mesa, bien cerca del escenario, en el privilegiado grupo de asociados que tenían la posibilidad de anotarse en el mejor lugar del salón, a un paso de los artistas. Por esa razón, se puso el traje negro, la camisa blanca que la vieja le había planchado y la corbata azul oscuro que era una herencia del tío Bartolo, bueno, en realidad se la habían sacado del ataúd porque le quedaba bastante fulera, pero ahora era de él y le daba el uso que era menester en el baile.
 Como era socio de la institución, pagaba la entrada más barata y por ello también tenía la posibilidad de reservar mesa, pero en ese momento el presidente había dispuesto -en una medida demagógica- que no había más reservas calificadas, con lo cual debía ir temprano a hacer acto de presencia en el lugar, nada de apoyar el respaldo de las sillas sobre la mesa: había que estar.
Y estuvo.
Y la vio llegar bien temprano junto a la tía Porota y a sus primas, a las que conocía, pero a Rosita -de ella se trataba- sólo la había visto en la escuela, cuando él estaba en sexto y ella en cuarto, y ocupaban las aulas de la galería que daba a la calle Avanthay en la escuela Belgrano, esas que dejaban ver si alguna pasaba por afuera. pero en ese tiempo las nenas jugaban con las nenas y los nenes hacían boludeces con  absoluta distinción de género. Rosita estaba esplendorosa, rutilante, un sol total con sus dieciséis calculados años, un vestido rosa que hacía de campana alrededor de su cuerpo y el largo pelo morocho cayendo a cataratas por su espalda.
Fue una aparición rutilante.
Ella y sus acompañantes se fueron a ubicar en una mesa alejada del centro de la pista y él se quedó encandilado con aquella belleza que -insistía él, pero nunca pudo probarse- lo había mirado al pasar como invitándolo a sacarla a bailar. Claro que el baile estaba recién en sus inicios y el mecanismo de su complejo sistema obligaba a ciertas pautas; así como le había tocado ir a reservar mesa, también debía esperar a que llegara el resto de la barra, hecho que ocurriría recién cuando terminara su aparición la orquesta típica, notable integración musical que estaba un poco desacreditada por el avance de otras temáticas del rubro, pero que mostraba empeño en ejecutar tangos y milongas con altísima calidad. Fiti-Fiti le daba duro al bandoneón y la señora Rosa acariciaba el piano a  la par que ejercía la dirección del grupo, la mayoría de los cuales seguía la música con una partitura que se ubicaba en un atril que mostraba un especial juego de luces  y que dejaba ver la figura soberbia de un ave fénix que le daba nombre a la agrupación. 
A su paso, varias parejas se materializaban en la pista para sucumbir ante los compases de una música tan decididamente del fondo del alma que sólo se podía comprender cuando uno ya tenía transitado algunas decenas de almanaques.
Y el mundo era tan lindo por ese entonces. Cuando llegó la  barra, la típica ya le había dado lugar al obligado descanso en el primer capítulo de la reunión danzante y los mozos correteaban presurosos por todos lados llevando el primer aporte de líquido elemento a los presentes, pedidos que consistían mayoritariamente en gaseosas para las niñas, vino blanco con hielo y ginebra con coca para los caballeros y algún licor de chocolate para la acompañante mayor que con eso tiraba toda la noche, dejando en claro que su función de cancerbero no era para superar con ningún facilismo.
Tito soportó las cargadas del grupo solamente por su condición de inexperto en varias lides y esperó que arranque la milonga nuevamente para ir a sacar a bailar a la damisela que lo había impactado. No se animó a preguntar si tenía novio, bailarín o festejante para no avivar giles y agravar las cargadas, y se fue para la ronda en las cercanías de la mesa. A esta altura ya conocía algunos de los códigos del baile: bailarín, suponía un galán que la sacaba a bailar sin otras intenciones (a la vista), en tanto que el festejante era un tipo que solía buscar otros rubros, claro que esto se limitaba a reiterar selecciones, o sea los segmentos de cuarenta y cinco minutos que duraba la presentación de cada orquesta.
De allí a sentarse a la mesa o acompañarla a la casa, había un sistema solar de distancia. Fue tres veces y en todas llegó tarde; la Rosita ya había salido a bailar con otro. Primero, el gringo sodero que le abastecía la soda al viejo, pero con quien tenía poca sintonía; después, con el Roberto, que estaba en la colimba y era bastante más grande y por último con un visitante desconocido que le llevaba una cabeza. A todos los vigiló y comprobó con orgullo que a ninguno le había reiterado el baile, aunque esto no significaba nada: Rosita era apenas una señorita y la tía y las amigas la cuidaban con todo el arsenal del que disponían. Pero él se quedó con las ganas. El baile se terminó y no pudo ni arrimarse, además, era el último de la temporada de invierno y ahora había que esperar que comiencen los de verano en Quilmes, para lo que había que esperar casi un mes. Mala suerte.

Música.

El encuentro llegó un día

            El encantamiento de Tito con Rosita no quedó en el olvido. Ni, mucho menos, en el secreto. Varios hicieron intentos por encontrarlos, pero los cánones de entonces eran muy especiales. El trabajaba en el taller de Grossi y ella estudiaba en el secundario del Comercial y los viejos no estaban dispuestos a que hubiese otra salida que no sean los bailes y la tía Porota como dama de compañía.
Como para las fiestas de quince años ya eran grandecitos, Tito sentía que su mundo se terminaba. El mundo era una porquería y nada ameritaba seguir ocupándolo para el joven mecánico que iba del trabajo a casa y viceversa, previo paso de los sábados para jugar al fútbol en la canchita del barrio.
El que puso en marcha el milagro fue “Carota”, uno de los más jodidos integrantes de la barra, que lo fue a ver a su casa un mediodía de diciembre.  Tito había terminado de almorzar y estaba sentado debajo de un gran paraíso que tenía en el patio. Como el calor ya apretaba, se había sacado la camisa de trabajo y esperaba con el torso desnudo que se hiciese la hora de montar la bicicleta y volver a la grasa. “Carota” era un tipo directo, con un carácter bastante complicado, pero efectivo a la hora de conseguir objetivos y le dijo, sin rodeos, que los muchachos lo necesitaban el sábado para un partido contra el barrio La Granja.
Tito era un firme zaguero central y su prestancia era lo más parecido a Ramos Delgado que se conocía. Y si hubiese sido rubio hasta lo habían comparado con el gran Federico Sacchi, el rubio zaguero por el cual se derretían todas las vedetes de la calle Corrientes pero le alcanzaba con el elogio que un día había recibido del gran Raúl Moruzze, quien le auguró futuro en el fútbol. Y viniendo del crack, eso era mucho. Pero “Carota” tenía urgencias por conformar el equipo y le puso plazos a su requisitoria: “El sábado es a las tres y media en la canchita que está frente a la casa del Negro Gaggi, así que a dormir temprano”, y cuando vio las dudas que asomaban por los ojos del Romeo enamorado, le tiró la última frase, esa que había guardado para un caso de emergencia: “Mirá que Rosita estará mirando el partido”, dijo y el mundo pareció teñirse de rosa para el mecánico que jamás conocería el balcón de Verona ni tampoco la historia de los amantes de ese medioevo trágico, sino  que se vio volando por las ramas del árbol que lo elevaron a los cielos del enamoramiento, ese lugar donde tan solo queda una salida que es el infierno del olvido, detalle al que nadie le da la más mínima bolilla. Por eso el viernes se fue a dormir temprano y pensó en mil veces en qué le diría a la damisela cuando la tuviese cerca. O, al menos, como la miraría. El sábado trabajó duro tratando de pasar rápido la mañana y comió liviano, y se preparó las medias de algodón grises y los botines bien lustrosos, se puso el pantalón blanco y se puso la camiseta roja con las dos tiras verticales con el número “2” pegado a la espalda.
Y se fue temprano a la canchita donde los muchachos ya habían marcado los límites del campo de juego con pala y cal y hasta donde habían conseguido palos nuevos para los palos y el travesaño, aunque nadie pudo acceder a las redes que habían prometido los del Deportivo Cristal al “Pato”.
El partido era con un árbitro veterano especialmente contratado al efecto y se jugó en un marco abúlico en el primer tiempo, donde Tito se lució con muy poco; incluso,  hasta tuvo la oportunidad de cabecear un par de córner donde la pelota se fue muy cerca del palo. Claro que su destino de esa tarde estaba lejos de la cancha y se moría por preguntarle a “Carota”  por la Rosita, pero como este jugaba de wing izquierdo, no tenía oportunidad de hacerlo. Esto sucedió en el entretiempo cuando todos se tiraron a descansar debajo de un árbol que oficiaba de vestuario silvestre.
El partido estaba empatado y Tito lo encaró a “Carota” con la mirada y un gesto que supuso juntar los dedos de la mano y elevarlos hacia arriba y hacia bajo como efecto de interrogante y un gesto de desconfianza. El otro lo advirtió y le respondió con una mirada desafiante, primero a sus ojos y luego hacia el tejido que estaba a un costado. Allí estaba ella, esplendorosa, reina, única, con un sombrero en la cabeza y con la Marcela que la acompañaba, las dos paradas sobre un banco en el gallinero de la casa de la Rosita que daba a los fondos. Y la sonrisa se le hizo rostro y la alegría le rompía el pecho, ante la sonrisa cómplice de todo el equipo que participaba de esa tarea de Celestina con particular alegría. El único que no estaba a tono con la jornada de amor era el “Patita”, el arquero. “Patita” era rubio, pálido y amaba al arco como amaba a Boca, como admiraba al “Tano” Roma, y estaba al frente de todas las organizaciones con un espíritu inmenso y un  corazón de oro que no trasuntaba su cuerpo frágil. “Aflojemos con las minas muchachos, que el partido obliga a estar concentrados”, dijo antes de empezar el segundo tiempo, casi como previniendo la tormenta que se vendría. Es que con el cambio de arco, el equipo de Tito pasaba a ocupar el marco - nunca tan bien aplicado el término- que daba a la calle y la Rosita estaba a un costado, casi como para  mirarla toda, cada vez más linda, más diosa. El partido seguía tan aburrido como al principio; pelota al aire, rechazo, corrida, patada abajo, piña, puteada y todo igual. Fue allí que el Tito quiso sacarse el aburrimiento y mostrarse delante de su pretendida dama; se adelantó a la presencia del delantero, la pisó con la derecha y arrancó hacia su izquierda para buscar la pared con el diez, pero el estado del piso le jugó una mala pasada, la pelota tomó fuerza y se elevó quedando a sus espaldas, lo que fue aprovechado por el nueve de los otros que sacó un terrible pelotazo que parecía tomar fuerza a cada metro recorrido.
“Patita” -que era un buen arquero- intuyó que la pelota saldría hacia el medio del arco y se paró firme a la espera de la pelota para embolsarla. Pero el físico no le alcanzó y el envión de la número cinco lo llevó adentro del arco y lo terminó sentando de culo en la zanja que estaba detrás, llena de agua y barro; eso sí, con la pelota bien atenazada, aunque con apenas una rendija de aire para putearlo al Tito en todos los idiomas. Por falta de arquero, el partido se dio por terminado con una derrota inusual de los locales, algunos de los cuales se reían y otros trataban de sacarlo al arquero del barro con un mínimo de dignidad.
Pero al Tito esto le importaba poco, porque su mirada estaba sobre el tejido del gallinero donde Rosita lo saludaba con la mano en alto. Y las dos miradas se cruzaron y aunque nunca habían siquiera hablado, los dos sabían que estaban enamorados. Que el mundo recién comenzaba.  Y “Patita” seguía puteando.

El cielo para dos

            La primera carta la llevó la Coca, que era amiga de Rosita y a la vez prima de Tito, e iba a la casa todos los días. En realidad, esa primera misiva no fue una pieza poética que pudiese inscribirse en el marco de las grandes creaciones literarias. Pero no importaba. Tito había logrado poner unas líneas en un papel rayado que había sacado de un cuaderno de su hermana y conseguido un sobre que había quedado de los que su mamá usaba para escribir al programa de “Dar en el Blanco con Extracto de Blanco”.
Rosita estuvo muy lacónica en la respuesta. El la invitaba al baile de Quilmes, a bailar, a sentarse cerca y a conocerse. Ya en la barra se hablaba del tema con insistencia. Cuando los muchachos se iban al boliche de Sánchez a tomar una cerveza a la que le adicionaban una “Fanta” naranja, el asunto estaba siendo muy comentado, incluso no faltaba alguna cargada, pero no paraba  allí. Nunca se sabía cuando un  amigo necesitaría un favor de otro.
Como adelantándose a la situación que se  venía, en esa semana, el Gringo Peduzzi apareció con el recorte del diario donde adelantaba la presencia de “Los iracundos” en el baile del club de los turcos, como todos llamaban a los de Quilmes, que en realidad era todos descendientes de sirios y libaneses, pero en esos tiempos nadie se ofendía. El honor y la sensibilidad andaban y pasaban por otros caminos muchos menos complicados.
Tito juntó los mangos que le dejaba la quincena y esa semana tiró todo por la ventana. No había podido hablar con la Coca, porque ella trabajaba en el frigorífico y tenía horarios diferentes. Tampoco había tantos teléfonos. Por las dudas, aprovechó que esa semana tenía unos pesos y se fue a Lavalle Sport a comprarse pilchas. Era la semana de los “insólitos” y Omar  -que ya era un joven vendedor- le aconsejó un buen pantalón  “piel de durazno”, una camisa de bambula a cuadros y, como alternativa una chomba amarilla, bien chillona.  Le quedaban unas monedas, pero no le alcanzaban para los zapatos nuevos. Menos mal que de Borcassi tenía cuenta. Los calzoncillos y las medias las compró en la cuenta de la vieja en la Tienda Nuestra Pompeya que le quedaba de camino a casa.
No hubo fútbol esa arde. Solo lustre y salida para ir a la peluquería de Aldo a repasarse las crines. Es que los mecánicos juntaban grasa en cantidad en la semana y tanto cabello merecía una atención; el estilista (no le gustaba que le dijesen peluquero), lo lavaba, lo planchaba, recortaba y peinaba. Un chiche. Sólo había que cuidarse de no mojarse a la hora del baño, pero ese era un detalle menor.
- Che, ¿en qué vas al baile?,  le había preguntaba a Sifón.
- Mirá, somos tres. Llamamos a Panchito que nos lleve en el taxi y lo pagamos entre los tres; además nos hace precio.
- Bueno -le respondió- pero mirá que en una de esas me vuelvo por otro lado.
- Bueno, galán - advirtió el Sifón que conocía los preparativos- vos hacé lo que tengas que hacer que nosotros te alentamos. Estás hecho un Alain Delon!!!
A las diez de la noche, “el quilmes” -como decía el Ruso- estaba a pleno. Es que no sólo era el baile inicial de la temporada de verano, sino que esa noche se sorteaba una heladera. Y las rifas seguían participando por los tres Fiat 600 al final de la temporada; además, los turcos te iban a buscar a tu casa si vos no estabas en el baile.


Siluetas de bailarines, tango
Llegaron en el taxi de Panchito, un viejo auto alemán adecuado a la falta de movilidad del chofer y se bajaron por el otro lado de la placita Sarmiento, frente a la estación del Ferrocarril Belgrano. Había que pegarse una última peinada y acomodarse la pilcha, además, siempre quedaba alguno con ganas de mear, y no era elegante hacerlo en medio de la milonga.
Como siempre, la típica había arrancado, con el clásico “Desde el alma”. El atril se encendía y apagaba, la Señora Rosa le daba al piano con un amor especial y el resto de los músicos, se sentía a pleno. Comenzaba otra temporada y la anunciada renovación del repertorio era toda una promesa.  Pero, al rato, en lugar de “Ilusión azul”, la pianista marcó “cuatro” y todo el grupo arrancó con “Uno”, para seguir luego con  “Nostalgias” y “9 de Julio”.
El cantor era nuevo y tenía mucha fuerza. La novedad hizo que los mozos prestaran atención y escucharan con más ganas. Las manos de la Señora Rosa volaban por el teclado, el fuelle se hacía sentir y la voz penetrante se colgaba de los banderines que cruzaban la pista.
“La última curda” ya había arrimados a varios al escenario y un par de parejas gastaban los mosaicos, con esa cadencia sensual que sólo el tango saber dar. Esa que entrega a hombre y mujer a una melodía comprometida, dejando huella en el piso y el aire sensible, casi como poniendo marco a la noche de los enamorados.
Tito fue testigo y se sintió parte. La  barra, como siempre se había ubicado en la terraza, sobre la secretaría, con panorama para ver a los artistas y mirar la pista. La típica llegó al final de la primera selección con un aplauso y dejó promesas de otro capítulo en un rato, apenas terminara su primera presentación la “característica“.
Había buenos vocalistas por esos tiempos. Un poco de Miguel Boggio, y otro tanto del “Gurí” Curiotti, hicieron lo suyo. Era una noche de gloria.
Rosita apareció con la tía y las amigas. La Coca lo vio al Tito y le guiñó un ojo. Rosita era una flor, una luz y un sol en medio de esa noche de verano, y todo estaba enfocado en ella. Pantalones blancos, el pelo largo, las pecas, los ojos fuertes y esa boca roja que se abría como la vida misma. Nada de otras mujeres. Sólo era ella.
Cuando estaba por terminar, quiso acercarse, pero no llegó. Había mucha gente y la mesa de ellas estaba bien atrás, cerca de la cancha de bochas. Para colmo de males, “Los Iracundos” se habían adelantado y cortaron la segunda parte de la típica para empezar la actuación. Apenas habían pasado unos minutos de la medianoche.
En el escenario apareció Enrique Dino Foglia y su primo José Luis, anunciadores y animadores oficiales de los bailes. Palabras de rigor, el saludo de la orquesta y la voz de Eduardo Franco que arrancó con “Puerto Montt”.
- Muy fuerte para mi gusto -dijo el Pinino- y le hizo señas al mozo para que trajese otra vuelta de ginebra con coca.
- Callate!! .-le retrucó Francisco- Qué sabés vos de música!!
En ese tiempo, cuando actuaban orquestas de alto nivel, o sea muy populares, los bailarines se detenían y sólo algunos muy enamorados -o calientes- se movían al compás de la música en el fondo de la pista. El resto se acercaba al escenario y degustaba el repertorio con todas las ganas.
Pero esa noche Tito estaba en otra cosa. No había podido acercarse a Rosita y tampoco la había visto bailar. Los muchachos aseguraban desde la terraza que no había salido en toda la noche y que había rechazado todas las invitaciones. ¿Qué estaba pasando? ¿Quién había dado vuelta al mundo?
Franco anunció el último tema, la gente pidió otro, el conjunto los conformó y un nutrido aplauso se elevó por encima del club, buscando los pinos de la avenida Italia o, quizás, los eucaliptos del ferrocarril. El baile se encaminaba, irremediablemente, hacia su epílogo y la Rosita seguía sin bailar. Y, lo peor,  Tito no se había podido acercar. En el último intento, amagó con buscar el fondo, ir a la mesa, pero alguien de la barra lo mandó para atrás.
- Pará, Tito, no armes problemas -le dijo el Pato.
- Es que quiero sacarla a bailar -casi rogó.
- Esperá un poco, tomate tu tiempo -trató de calmarlo José-, a lo mejor no tiene ganas de bailar. Con las mujeres, nunca se sabe.
A todo esto, lo habían llevado hacia la terraza, donde la barra dejaba huella de botellas de ginebra -la”cuadradita”- y varias de coca. El baile se terminaba y el rocío hacía de las suyas. Alguien miró hacia las vías y dijo algo del “Estrella del Norte” que, como siempre, pasaría atrasado.
Tito seguía con la mirada ausente. En realidad sólo viva hacia la mesa del fondo. Cuando la tía Porota dio la orden, el grupo se levantó, juntó las camperitas de hilo y se encaminó hacia la puerta con algún cuchicheo, pero nada más. El trató de encontrarle la mirada, pero la tenía baja, como siguiendo una huella invisible en el piso, como una persona que prefiere hacer un pozo y salir por un túnel.  Miró a la Coca, pero ésta no dijo nada.
Pasaron por el portal de acceso al club y él fue hasta el otro lado de la terraza, para verla salir. Nadie de la barra hizo nada, ni para detenerlo ni para acompañarlo.
- Rosita!!! - le gritó y todos se dieron vuelta en la vereda para mirar a ese Romeo que reclamaba desde altura.
- Rosita!!! - repitió, aunque ya casi en todo de ruego-
Ella se detuvo un instante. Apenas uno. Se dio vuelta y cuando levantó la vista, esos ojos marrones ya estaban brillosos, mojados, húmedos. No dijo nada; siguió mirando y sólo atinó a levantar la mano izquierda donde un anillo de oro dejaba en claro que ya no sería suya, que  tenía otro dueño; por imposición o por necesidad, pero jamás por amor.
Y se subió a un auto negro que arrancó despacio y dobló por la avenida Mitre, aunque de esto no hay constancia.

Infierno para uno…

La vuelta al barrio fue más larga que nunca. No había palabras en la barra y tampoco quien las dijese. Ella se  casó, tuvo hijos y hoy es una dama de  constante auto nuevo y casa grande y vacaciones y todas esas cosas que se compran de una vez y para siempre. Y se pagan con sueños, aseguran. Tito? Tito no se sabe qué hizo con su vida. Algunos fracasos y tiempos que se comieron la juventud.
Dicen los que quedan de la barra, que colecciona todos los discos que salen de “Los Iracundos”, que hizo duelo por la muerte de Eduado Franco, que nunca la volvió a ver, que la lloró toda en una noche y que suele tomarse un café en “Sirocco” cuando la noche se acerca al día.
Y que nunca más fue al baile ni pasó otra vez por el quilmes.

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Edgardo Peretti (Rafaela, Santa Fe, 21 de septiembre de 1958) es periodista, escritor, ensayista, historiador y docente de Periodismo.
Publicó en 2010 Karlovich–Karlovich, su segunda novela, que ya había sido difundida en la web y el Suplemento Literario del Diario La Opinión, de Rafaela.
En el mismo género es autor de las obras Félix, el sacristán del diablo (1997), El Faro de Lehmann (2008) y Colorado Ayacucho (inédita).